Nueva entrega de nuestro librito de cabecera esta semana previa de Halloween: Las Brujas, de Roald Dahl. Puedes encontrar las entradas anteriores aquí: 1, 2, 3 y 4.
¡Feliz domingo!
La Gran Bruja había terminado su perversa canción y el público estaba aplaudiendo enloquecido y gritando:
—¡Atención otrra vez! —gritó La Gran Bruja—. ¡Ahorra os voy a darr la rrreceta parra prreparrarr la Fórrmula 86. Rratonisadorr de Acción Rretarrdada! Sacad papel y lápis.
—¡Magnífico! —dijo La Gran Bruja—. Cuando hayáis mesclado todo bien en la batidorra, tendrréis un prrecioso líquido verrde. Poned una gota, solamente una gotita de este líquido, en un bombón o un carramelo y, a las nueve en punto de la mañana siguiente, ¡el niño que se lo comió se converrtirrá en un rratón en veintiséis segundos! Perro os harré una adverrtencia. No aumentad nunca la dosis. No ponerr nunca más de una gota en cada carramelo o bombón. Y no dad nunca más de un carramelo o bombón a cada niño. Una sobrredosis del Rratonisadorr de Acción Rrretardada estropearía el mecanismo del desperrtadorr y harría que el niño se convirrtierra en un rrratón demasiado prronto. Una grran sobrredosis podrría incluso tenerr un efecto instantáneo, y eso no os gustarría, ¿verrdad? No querréis que los niños se convierrtan en rratones allí mismo, en vuestrras confiterrías. Entonces se descubrrirría todo. Así que, ¡tened mucho cuidado! ¡No os paséis en la dosis!
Bruno se estaba achicando por momentos. Yo le veía encogerse... Ahora sus ropas desaparecían y le crecía pelo castaño por todo el cuerpo... De repente, tenía rabo... Y luego, tenía bigotes... Ahora, tenía cuatro patas... Todo sucedió tan rápidamente... Fue cuestión de unos segundos solamente... Y, de golpe, ya no estaba allí... Un ratoncito pardo correteaba sobre la mesa...
La Gran Bruja estaba de pie justo en el centro de la tarima, y sus ojos asesinos se paseaban lentamente sobre las brujas de la sala, sentadas ante ella, dóciles y sumisas.
¡Feliz domingo!
9. LA RECETA
Espero que no hayáis olvidado que, mientras sucedía todo esto, yo seguía escondido detrás del biombo, a gatas y con un ojo pegado a la rendija. No sé cuánto tiempo llevaba allí, pero me parecía que eran siglos. Lo peor era no poder toser ni hacer el menor ruido, y saber que, si lo hacía, podía darme por muerto. Y durante todo el rato, estaba en permanente terror de que una de las brujas de la última fila percibiera mi presencia por el olor, gracias a esos agujeros de la nariz tan especiales que tenían.
Mi única esperanza, según yo lo veía, era el hecho de no haberme lavado desde hacía varios días. Eso y la interminable excitación, aplausos y griterío que reinaba en la sala. Las brujas sólo pensaban en La Gran Bruja y en su gran plan para eliminar a todos los niños de Inglaterra. Ciertamente, no estaban olfateando el rastro de un niño en aquel salón. Ni en sueños (si es que las brujas sueñan) se les hubiera ocurrido esa posibilidad a ninguna de ellas. Me quedé quieto y recé.
© Unknown |
—¡Magnífica! —¡Maravillosa!
—¡Sois un genio, oh, Talentuda! ¡Extraordinario, este Ratonizador de Acción Retardada! ¡Es un éxito! —¡Y lo más hermoso es que serán los profesores quienes se carguen a los apestosos críos! ¡No seremos nosotras! ¡Nunca nos cogerán!
—¡Sois un genio, oh, Talentuda! ¡Extraordinario, este Ratonizador de Acción Retardada! ¡Es un éxito! —¡Y lo más hermoso es que serán los profesores quienes se carguen a los apestosos críos! ¡No seremos nosotras! ¡Nunca nos cogerán!
—¡A las brugas nunca las coguen! —dijo La Gran Bruja, cortante—. ¡Atención ahorra! Quierro que todo el mundo prreste atención, ¡porrque estoy a punto de decirros lo que tenéis que hacerr parra prreparrarr la Fórrmula 86 Rratonisadorr de Acción Rretarrdada!
De pronto, se oyó una exclamación, seguida de un alboroto de chillidos y gritos, y vi a muchas de las brujas levantarse de un brinco y señalar a la tarima, gritando:
—¡Ratones! ¡Ratones! ¡Ratones! ¡Lo ha hecho como demostración! ¡La Talentuda ha convertido a dos niños en ratones y ahí están!
Miré hacia la tarima. Allí estaban los ratones, efectivamente. Eran dos y estaban correteando cerca de las faldas de La Gran Bruja. Pero no eran ratones de campo, ni ratones de casa. ¡Eran ratones blancosl Los reconocí inmediatamente. ¡Eran mis pobrecitos Guiller y Mary!
—¡Ratones! —gritaron las brujas—. ¡Nuestra jefa ha hecho aparecer ratones de la nada! ¡Traed ratoneras! ¡Traed queso!
Vi a La Gran Bruja mirando fijamente al suelo y observando, con evidente desconcierto, a Guiller y Mary. Se agachó para verlos más de cerca. Luego se enderezó y gritó:
—¡Silencio!
El público se calló y volvió a sentarse.
—¡Estos rratones no tienen nada que verr conmigo! —dijo—. ¡Estos rrratones son rrratones domesticados! ¡Es evidente que estos rrratones perrtenecen a algún rrrepelente crrío del hotel! ¡Serrá un chico con toda seguridad, porrque las niñas no tienen rrratones domesticados!
—¡Un chico! —gritaron las otras—. ¡Un chico asqueroso y maloliente! ¡Le destrozaremos! ¡Le haremos pedazos! ¡Nos comeremos sus tripas de desayuno!
—¡Silencio! —gritó La Gran Bruja, levantando las manos—. ¡Sabéis perrfectamente que no debéis hacerr nada que llame la atención sobrre vosotrras mientrras estéis viviendo en el hotel! Deshagámonos de ese apestoso enano, perro con mucho cuidado y discrreción, porrque, ¿acaso no somos todas rrrespetabilíísimas damas de la Real Sociedad para la Prrevención de la Crrueldad con los Niños?
—¿Qué proponéis, oh Talentuda? —gritaron las demás—. ¿Cómo debemos eliminar a ese pequeño montón de mierda?
Están hablando de mí, pensé. Estas mujeres están hablando de cómo matarme. Empecé a sudar.
—Sea quien sea, no tiene imporrtancia —anunció La Gran Bruja—. Degádmelo a mí. Yo le encontrrarré porr el olorr y le convertirré en una trrucha y harré que me lo sirrvan para cenarr.
—¡Bravo! —exclamaron las brujas—. ¡Córtale la cabeza y la cola y fríelo en aceite bien caliente!
Podéis imaginar que nada de esto me hizo sentirme muy tranquilo. Guiller y Mary seguían correteando por la tarima y vi a La Gran Bruja apuntar una veloz patada a Guiller. Le dio justo con la punta del pie y lo envió volando por los aires. Luego hizo lo mismo con Mary. Tenía una puntería extraordinaria. Hubiera sido un gran futbolista. Los dos ratones se estrellaron contra la pared, y durante unos momentos se quedaron atontados. Luego reaccionaron y huyeron.
—¡Atención otrra vez! —gritó La Gran Bruja—. ¡Ahorra os voy a darr la rrreceta parra prreparrarr la Fórrmula 86. Rratonisadorr de Acción Rretarrdada! Sacad papel y lápis.
Todas las brujas de la sala abrieron los bolsos y sacaron cuadernos y lápices.
—¡Dadnos la receta, oh Talentuda! —gritaron, impacientes—. Decidnos el secreto.
—Prrimerro —dijo La Gran Bruja— tuve que encontrrar algo que hicierra que los niños se volvierran muy pequeños muy rrrápidamente.
—¿Y qué fue? —gritaron.
—Esa parrte fue fácil —contestó—. Lo único que hay que hacerr si quierres que un niño se vuelva muy pequeño es mirrarrle por un telescopio puesto del rrevés.
—¡Es asombrosa! —gritaron las brujas—. ¿A quién se le habría ocurrido una cosa así?
—Porr lo tanto —continuó La Gran Bruja—, coguéis un telescopio del rrevés y lo cocéis hasta que esté blando.
—¿Cuánto tarda? —le preguntaron.
—Veintiuna horras de cocción —contestó—. Y mientrras está hirrviendo, coguéis cuarrenta y cinco rratones parrdos exactamente y les corrtáis el rrrabo con un cuchillo de cocina y frreís los rrrabos en aceite parra el pelo hasta que estén crruguientes.
—¿Qué hacemos con todos esos ratones a los que les hemos cortado el rabo? —preguntaron.
—Los cocéis al vaporr en gugo de rrrana durante una horra —fue la respuesta—. Perro escuchadme bien. Hasta ahorra sólo os he dado la parrte fácil de la rrreceta. El prroblema más difícil es ponerr algo que tenga un efecto verrdaderramente rretarrdado, algo que los niños puedan tomarr un día deterrminado, perro que no empiece a funcionarr hasta las nueve de la mañana siguiente, cuando lleguen al coleguio.
—¿Qué se os ocurrió, oh, Talentuda? —gritaron—. ¡Decidnos el gran secreto!
—El secrreto —anunció La Gran Bruja, triunfante— ¡es un despertadorr!
—¡Un despertador! —gritaron—. ¡Es una idea genial!
—Naturralmente —dijo La Gran Bruja—. Se puede ponerr hoy un desperrtadorr a las nueve y mañana sonarra exactamente a esa horra.
—¡Pero necesitaremos cinco millones de despertadores! —gritaron las brujas—. ¡Necesitaremos uno para cada niño!
—¡Idiotas! —vociferó La Gran Bruja—. ¡Si quierres un filete no frríes toda la vaca! Pasa lo mismo con los desperrtadorres. Un desperrtadorr serrvirrá parra mil niños. Esto es lo que tenéis que hacerr. Ponéis el desperrtadorr parra que suene a las nueve de la mañana. Luego lo asáis en el horrno hasta que esté tierrno y crruguiente. ¿Lo estáis anotando todo?
—¡Sí, Vuestra Grandeza, sí! —dijeron a coro.
—Luego —dijo La Gran Bruja—, coguéis el telescopio herrvido, los rrrabos de rrratón frritos, los rrratones cocidos y el desperrtadorr asado y los ponéis todos juntos en la batidorra. Entonces los batís a toda velocidad. Os quedarrá una pasta espesa. Mientrras la batidorra está funcionando, debéis añadirr a la mescla la yema de un huevo de págarro grruñón.
—¡Un huevo de pájaro gruñón! —exclamaron—. ¡Así lo haremos!
Por debajo del bullicio oí que una bruja de la última fila le decía a su vecina:
—Yo estoy ya un poco vieja para ir a buscar nidos. Esos pájaros gruñones siempre anidan en sitios muy altos.
—Así que añadís el huevo —continuó la Gran Bruja— y además los siguientes ingrredientes, uno detrrás de otrro: la garra de un cascacangrregos, el pico de un chismorrerro, la trrompa de un espurrreadorr, y la lengua de un saltagatos. Espero que no tengáis prroblemas parra encontrrarrlos.
—¡Ninguno, en absoluto! —gritaron—. ¡Alcanzaremos al chismorrero, atraparemos al cascacangrejos, cazaremos con escopeta al espurreador y pillaremos al saltagatos en su madriguera!
© Iban Barrenetxea |
La Gran Bruja continuó hablando.
—Ahorra voy a demostrrarros que esta rrreceta funciona a la perrfección. Ya sabéis que, naturralmente, el desperrtadorr se puede ponerr a cualquierr horra que se quierra. No tiene que serr a las nueve. Así que, ayerr, yo prreparro perrsonalmente una pequeña cantidad de la fórrmula máguica parra hacerros una demostrración pública. Perro hago un pequeño cambio en la rrreceta. Antes de asarr el desperrtadorr lo pongo parra que suene, no a las nueve de la mañana siguiente, sino a las trres y media de la tarrde siguiente. Es decirr, a las trres y media de esta tarrde. Dentrro de —miró el reloj— ¡siete minutos exactamente!
Las brujas escuchaban atentamente, presintiendo que algo tremendo iba a suceder.
—¿Y qué hago yo ayerr con este líquido máguico? —preguntó La Gran Bruja—. Os dirré lo que hago. Pongo una gotita en una chocolatina muy derrretida y le doy la chocolatina a un rrrepulsivo niño que andaba porr el vestíbulo del hotel.
La Gran Bruja hizo una pausa. El público permaneció en silencio, esperando que continuara.
—Contemplé a esta rrepulsiva bestia devorrando la chocolatina y, cuando terrminó, le digue «¿Estaba bueno?». El contestó que estaba buenísimo. Así que le digue «¿Quierres más?». Y él digo que sí. Entonces yo digue «Te darré otrras seis chocolatinas como ésta, si te rreunes conmigo en el Salón de Baile de este hotel mañana porr la tarrde, a las trres y veinticinco». «¡Seis chocolatinas!», gritó el vorraz cerrdito, «¡Allí estarré! ¡Segurro que estarré!». ¡Así que todo está prreparrado! —continuó La Gran Bruja—. ¡La demostración está a punto de empesarr! No olvidéis que antes de asarr el desperrtadorr ayerr, lo pongo parra las trres y media de hoy. Ahorra son —volvió a mirar su reloj— las trres y veinticinco exactamente y el monstrruito pestilente, que se converrtirrá en un rrratón dentrro de cinco minutos, debe de estarr en este momento delante de esas puerrtas.
Y, por todos los diablos, tenía toda la razón. El chico, fuera quien fuera, estaba ya dándole al picaporte y golpeando la puerta con el puño.
—¡Rrápido! —chilló La Gran Bruja—. ¡Ponerros las pelucas! ¡Ponerros los guantes! ¡Ponerros los sapatos!
Hubo un gran alboroto en la sala, mientras las brujas se ponían las pelucas, los guantes y los zapatos, y vi que La Gran Bruja cogía su máscara y se la colocaba sobre su horrenda cara. Era asombroso cómo la transformaba la máscara. De pronto, se convirtió otra vez en una chica bastante guapa.
—¡Déjeme entrar! —se oyó la voz del chico al otro lado de las puertas—. ¿Dónde están las chocolatinas que me prometió? ¡He venida a buscarlas! ¡Démelas!
—No sólo es maloliente —dijo La Gran Bruja—, además es glotón. ¡Quitad las cadenas de la puerrta y degadle entrrarr!
Lo extraordinario de la máscara era que los labios se movían de una forma natural cuando ella hablaba. Realmente no se notaba nada que era una máscara. Una de las brujas se levantó de un salto y quitó las cadenas. Abrió las dos enormes puertas. La oí que decía:
—Hola, chiquillo. Me alegro de verte. Has venido por tus chocolatinas, ¿no? Te están esperando. Pasa.
Entró un niño que llevaba una camiseta blanca, unos pantalones cortos grises y zapatillas deportivas. Le reconocí en seguida. Se llamaba Bruno Jenkins y se hospedaba en el hotel con sus padres. No me caía bien. Era uno de esos chicos que siempre que te lo encuentras está comiendo algo. Te lo encuentras en el vestíbulo y se está forrando de bizcocho. Te cruzas con él en el pasillo y está sacando patatas fritas de una bolsa a puñados. Le ves en el jardín y está devorando una chocolatina blanca y otras dos le asoman por el bolsillo del pantalón. Y encima, Bruno no paraba de presumir de que su padre ganaba más dinero que el mío y de que tenían tres coches. Pero lo peor de todo era que ayer por la mañana le había encontrado de rodillas en la terraza del hotel, con una lupa en la mano. Había una columna de hormigas atravesando las losetas y Bruno Jenkins estaba concentrando el sol a través de su lupa y abrasando a las hormigas una por una.
—Me gusta verlas quemarse —dijo.
—¡Es horrible! —grité—. ¡Deja de hacerlo!
—A ver si te atreves a impedírmelo —dijo él.
En ese momento yo le empujé con todas mis fuerzas y él se cayó de lado sobre las losetas. La lupa se hizo pedazos y Bruno se levantó de un salto, chillando:
—¡Mi padre te lo hará pagar caro!
Luego salió corriendo, probablemente en busca de su adinerado papá. No había vuelto a ver a Bruno Jenkins hasta ahora. Dudaba mucho de que estuviera a punto de convertirse en un ratón, aunque debo confesar que, en el fondo, esperaba que sucediera. En cualquier caso, no le envidiaba por estar allí, delante de todas esas brujas.
—Mi querrido niño —dijo La Gran Bruja desde la tarima—. Tengo tu chocolate prreparrado. Sube aquí prrimerro y saluda a estas encantadoras señorras.
Ahora su voz era completamente diferente. Era suave y chorreaba mieles. Bruno estaba un poco desconcertado, pero se dejó conducir a la tarima y se quedó allí de pie, junto a La Gran Bruja.
—Bueno, ¿dónde están mis seis chocolatinas? —dijo.
Yo vi que la bruja que le había abierto estaba volviendo a poner las cadenas sin hacer ruido. Bruno no se dio cuenta, porque estaba demasiado ocupado reclamando su chocolate.
—¡Ya sólo falta un minuto parra las trres y media! —anunció La Gran Bruja.
—¿Qué rayos pasa? —preguntó Bruno. No estaba asustado, pero tampoco se sentía muy a gusto—. ¿Qué es esto? ¡Déme mi chocolate!
—¡Quedan trreinta segundos! —gritó La Gran Bruja, agarrando a Bruno por un brazo.
Bruno se soltó de una sacudida y la miró a la cara. Ella le devolvió la mirada, sonriendo con los labios de su máscara. Todas las brujas tenían los ojos clavados en Bruno.
—¡Veinte segundos! —gritó La Gran Bruja.
—¡Déme el chocolate! —gritó Bruno, empezando a mosquearse—. ¡Déme el chocolate y déjeme salir de aquí!
—¡Quince segundos! —anunció La Gran Bruja.
—¿Quiere alguna de ustedes, locas de atar, hacer el favor de decirme qué pasa aquí? —dijo Bruno.
—¡Diez segundos! —gritó La Gran Bruja—. Nueve... ocho... siete... seis... cinco... cuatrro... trres... dos... uno ¡cerro!
Podría jurar que oí el timbre de un despertador. Vi a Bruno pegar un brinco. Saltó como si le hubieran clavado un alfiler en el culo y chilló «¡Auu!». Saltó tan alto que aterrizó en una mesita que había en la tarima, y se puso a dar brincos encima de ella, moviendo los brazos y chillando como un loco. Luego, de pronto, se quedó callado. Su cuerpo se puso rígido.
—¡El desperrtadorr ha sonado! —gritó La Gran Bruja—. ¡El Rrratonisadorr empiesa a hacerr efecto!
Empezó a brincar por la tarima y a batir palmas con sus manos enguantadas, y luego gritó:
—Esta cosa aborrrecida, este asquerroso pulgón, se converrtirrá en seguida ¡en un prrecioso rratón!
© Unknown |
—¡Bravo! —aulló el público—. ¡Lo ha conseguido! ¡Es fantástico! ¡Es colosal! ¡Es el invento más grande jamás logrado! ¡Sois un milagro, oh, Talentuda!
Todas se habían puesto de pie y aplaudían y vitoreaban. La Gran Bruja sacó una ratonera de los pliegues de su vestido y empezó a prepararla.
¡Oh, no!, pensé. ¡No quiero verlo! Puede ser que Bruno Jenkins haya sido un poco repugnante, pero yo no quiero ver cómo le cortan la cabeza.
—¿Dónde está? —exclamó La Gran Bruja, buscando por la tarima—. ¿Dónde se ha metido ese rratón?
No pudo encontrarlo. Bruno había sido listo y debía de haber bajado de la mesa y escapado, para esconderse en algún rincón o incluso en algún agujero. Gracias a Dios.
—¡No imporrta! —gritó La Gran Bruja—. ¡Silencio! ¡Sentarros!
10. LAS ANCIANAS
La Gran Bruja estaba de pie justo en el centro de la tarima, y sus ojos asesinos se paseaban lentamente sobre las brujas de la sala, sentadas ante ella, dóciles y sumisas.
—¡Todas las que tengan más de setenta años que levanten la mano! —ladró La Gran Bruja, de pronto.
Se alzaron siete u ocho manos.
—Se me ocurrre —dijo La Gran Bruja— que vosotrras, las ancianas, no podrréis trreparr a los árrboles altos en busca de huevos del págaro grruñón.
—¡No, Vuestra Grandeza! ¡Creemos que no podremos! —dijeron las ancianas a coro.
—Tampoco podrréis coguerr al cascacangrregos, que vive en lo alto de rrocosos acantilados —siguió La Gran Bruja—. Tampoco os veo perrsiguien-do a toda carrrerrra al velos saltagatos, ni buceando en aguas prrofundas parra alancearr al chismorrero, ni rrecorrriendo los helados parramos con una pesada escopeta bago el brraso parra casarr el espurreadorr. Sois demasiado viegas y débiles parra esas cosas.
—¡Sí! —entonaron las ancianas—. ¡Lo somos! ¡Lo somos!
—Vosotrras, ancianas, me habéis servido bien durante muchos años —dijo La Gran Bruja— y no deseo prrivarros del placerr de carrgarros a unos miles de niños cada una sólo porrque ya sois viegas y débiles. Porr lo tanto, he prreparrado perrsonalmente, con mis prropias manos, una cantidad limitada del Rratonisadorr de Acción Rretarrdada que distrribuirré entre las ancianas, antes de que os marrchéis del hotel.
—¡Oh, gracias, gracias! —gritaron las brujas viejas—. ¡Sois demasiado buena con nosotras, Vuestra Grandeza! ¡Sois tan amable y considerada!
—Aquí tengo una muestrra de lo que os darré —dijo La Gran Bruja.
Rebuscó en un bolsillo de su vestido y sacó un frasquito muy pequeño. Lo levantó y gritó:
—¡En este frrasquito tan pequeño hay quinientas dosis de Rratonisadorr! ¡Suficiente parra converrtirr en rratones a quinientos niños!
Vi que el frasco era de cristal azul oscuro y muy pequeñito, aproximadamente del mismo tamaño que los frascos con gotas para la nariz que se compran en la farmacia.
—¡Cada una de las ancianas rrecibirrá dos frrasquitos como éste! —gritó.
—¡Gracias, gracias, oh, Generosísima y Consideradísima! —exclamaron a coro las brujas ancianas—. ¡No se desperdiciará ni una gota! ¡Te prometemos espachurrar, escachifollar y machacar a mil niños cada una!
—¡Nuestrra rreunión ha terminado! —anunció La Gran Bruja—. Este es el prrogrrama para el rresto de vuestrra estancia en el hotel. Ahorra mismo tenemos que ir a la Terrrasa Soleada parra tomarr el té con ese rrridículo dirrector. Luego, a las seis de la tarrde, las brugas que son demasiado viegas parra trreparr a los árboles en busca de huevos de págarro grruñón irrán a mi habitación a rrrecoguer dos frascos de Rratonisadorr. El númerro de mi habitación es el cuatrrocientos cincuenta y cuatrro. No lo olvidéis. Después, a las ocho, os rrreunirréis todas en el comedorr parra cenarr. Somos las encantadorras señorras de la RSPCN y van a prreparrar dos mesas larrgas especialmente parra nosotrras. Perro no os olvidéis de ponerros tapones de algodón en la narris. Ese comedorr estarrá lleno de asquerrosos niños y sin los tapones el hedorr serrá insoporrtable. Aparrte de eso, acorrdarros de porrtarros norrmalmente en todo momento. ¿Está todo clarro? ¿Alguna prregunta?
—Yo tengo una pregunta, Vuestra Grandeza —dijo una voz entre el público—. ¿Qué pasa si uno de los bombones que regalemos en las confiterías se lo come un adulto?
—Peorr parra el adulto —dijo La Gran Bruja— ¡La rreunión ha terrminado! ¡Salid!
Las brujas se pusieron de pie y empezaron a recoger sus cosas. Yo las observaba por la rendija, esperando que se dieran prisa y se marcharan pronto para que yo estuviera al fin a salvo.
Su alarido resonó en el Salón como una trompeta. Todas las brujas se detuvieron y se volvieron a mirar a la que había chillado. Era una de las más altas y la vi allí de pie, con la cabeza levantada, aspirando grandes bocanadas de aire por aquellos agujeros de la nariz, ondulados y sonrosados como una concha.
—¡Esperad! —volvió a gritar.
—¿Qué pasa? —preguntaron las otras.
—¡Caca de perro! —chilló ella—. ¡Acaba de llegarme una vaharada de caca de perro!
—¡No puede ser! —gritaron las demás.
—¡Sí, sí! —gritó la primera bruja—. ¡Ahí está otra vez! ¡No es fuerte! ¡Pero está ahí! ¡Quiero decir que está aquí! ¡Viene de algún punto no muy lejos!
—¿Qué os pasa? —preguntó La Gran Bruja, lanzando miradas feroces desde la tarima.
—¡Mildred acaba de oler caca de perro, Vuestra Grandeza! —le contestó alguien.
—¡Qué tonterría! —gritó La Gran Bruja—. ¡Tiene caca de perrro en la seserra! ¡No hay niños en esta sala!
—¡Un momento! —gritó la bruja que se llamaba Mildred—. ¡Quietas todas! ¡No moveros! ¡Lo noto otra vez! —las enormes aletas de su nariz se agitaban como la cola de un pez—. ¡Lo noto más fuerte! ¡Me llega mucho más fuerte! ¿No lo oléis vosotras?
Todas las narices de todas las brujas de la sala se levantaron y empezaron a olfatear.
—¡Tiene razón! —gritó otra voz—. ¡Tiene toda la razón! ¡Es caca de perro, un olor fuerte y asqueroso!
En cuestión de segundos, todo el congreso de brujas lanzaba el temido grito.
—¡Caca de perro! —gritaban—. ¡Está por toda la sala! ¡Puuff! ¡Pu-u-u-u-uff! ¿Cómo no lo notamos antes? ¡Apesta como un cochino! ¡Debe de haber algún cerdito escondido no muy lejos de aquí!
—¡Encontrradlo! —chilló La Gran Bruja—. ¡Seguidle el rrrastrro! ¡Localisadlo! ¡No parréis hasta atrraparrlo!
Los pelos de mi cabeza estaban tiesos como las cerdas de un cepillo y rompí en un sudor frío por todo el cuerpo.
—¡Barrred a ese montoncito de mierrda! —aulló La Gran Bruja—. ¡No le deguéis escaparr! ¡Si está aquí se ha enterrado de las cosas más secrretas! ¡Hay que exterrrminarrlo inmediatamente!
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