7. ACHICHARRADA
Ahora todas las mujeres, o mejor dicho, las
brujas, estaban inmóviles en sus sillas,
mirando fijamente, como hipnotizadas, a alguien que había aparecido
de pronto en la tarima. Era otra mujer.
Lo primero que noté en
ella era su tamaño. Era diminuta,
probablemente no mediría más de un metro
treinta centímetros. Parecía bastante joven, supuse
que tendría unos veinticinco o veintiséis años, y
era muy guapa. Llevaba un vestido negro muy elegante
con falda larga hasta el suelo y guantes negros
que le llegaban hasta los codos. A diferencia de
las otras, no llevaba sombrero.
Muy despacio, la joven de la tarima levantó las manos hacia su cara. Vi que sus dedos enguantados desenganchaban algo detrás de las orejas y luego... ¡luego se pellizcó las mejillas y se quitó la cara de golpe! ¡Aquella bonita cara se quedó entera en sus manos! ¡Era una máscara!
Al quitarse la máscara, se volvió hacia un lado y la colocó cuidadosamente en una mesita que tenía cerca, y cuando volvió a ponerse de frente a la sala, me faltó poco para dar un chillido.
Su cara era la cosa más horrible y aterradora que he visto nunca. Sólo mirarla me producía temblores. Estaba tan arrugada, tan encogida y tan marchita que parecía que la hubieran conservado en vinagre. Era una visión estremecedora y espeluznante. Había algo pavoroso en aquella cara, algo putrefacto y repulsivo. Literalmente, parecía que se estaba pudriendo por los bordes, y en el centro, en las mejillas y alrededor de la boca, vi la piel ulcerada y corroída, como si se la estuvieran comiendo los gusanos.
Hay veces en las que algo es tan espantoso que te fascina y no puedes apartar la vista de ello. Eso me pasó a mí en ese momento. Me quedé traspuesto, alelado. Estaba hipnotizado por el absoluto horror de las facciones de aquella mujer. Pero no era eso sólo. Había una mirada de serpiente en sus ojos, que relampagueaban mientras recorrían la sala.
En seguida comprendí, naturalmente, que esta no era otra que La Gran Bruja en persona. También comprendí por qué llevaba una máscara. Jamás hubiera podido aparecer en público, y mucho menos hospedarse en un hotel, con su verdadera cara. Todo el que la hubiese visto, habría salido corriendo, dando alaridos.
—¡Las puerrtas! —gritó La Gran Bruja, con una voz que llenó la sala y retumbó en las paredes—. ¿Habéis echado el cerrojo o la cadena?
—Hemos echado el cerrojo y la cadena, Vuestra Grandeza —contestó una voz en la sala.
Los relucientes ojos de serpiente, hundidos en aquella espantosa cara corrompida, fulminaban, sin pestañear, a las brujas que estaban sentadas frente a ella.
©Unknown |
A mí no me parecía que
tuviera aspecto de bruja en absoluto, pero
era imposible que no lo fuera, porque, de
lo contrario, ¿qué demonios estaba haciendo
subida en
la tarima? ¿Y por qué estaban todas las demás brujas contemplándola con tal mezcla de adoración y temor? Muy despacio, la joven de la tarima levantó las manos hacia su cara. Vi que sus dedos enguantados desenganchaban algo detrás de las orejas y luego... ¡luego se pellizcó las mejillas y se quitó la cara de golpe! ¡Aquella bonita cara se quedó entera en sus manos! ¡Era una máscara!
Al quitarse la máscara, se volvió hacia un lado y la colocó cuidadosamente en una mesita que tenía cerca, y cuando volvió a ponerse de frente a la sala, me faltó poco para dar un chillido.
Su cara era la cosa más horrible y aterradora que he visto nunca. Sólo mirarla me producía temblores. Estaba tan arrugada, tan encogida y tan marchita que parecía que la hubieran conservado en vinagre. Era una visión estremecedora y espeluznante. Había algo pavoroso en aquella cara, algo putrefacto y repulsivo. Literalmente, parecía que se estaba pudriendo por los bordes, y en el centro, en las mejillas y alrededor de la boca, vi la piel ulcerada y corroída, como si se la estuvieran comiendo los gusanos.
Hay veces en las que algo es tan espantoso que te fascina y no puedes apartar la vista de ello. Eso me pasó a mí en ese momento. Me quedé traspuesto, alelado. Estaba hipnotizado por el absoluto horror de las facciones de aquella mujer. Pero no era eso sólo. Había una mirada de serpiente en sus ojos, que relampagueaban mientras recorrían la sala.
En seguida comprendí, naturalmente, que esta no era otra que La Gran Bruja en persona. También comprendí por qué llevaba una máscara. Jamás hubiera podido aparecer en público, y mucho menos hospedarse en un hotel, con su verdadera cara. Todo el que la hubiese visto, habría salido corriendo, dando alaridos.
—¡Las puerrtas! —gritó La Gran Bruja, con una voz que llenó la sala y retumbó en las paredes—. ¿Habéis echado el cerrojo o la cadena?
—Hemos echado el cerrojo y la cadena, Vuestra Grandeza —contestó una voz en la sala.
Los relucientes ojos de serpiente, hundidos en aquella espantosa cara corrompida, fulminaban, sin pestañear, a las brujas que estaban sentadas frente a ella.
—¡Podéis quitarros los guantes! —gritó.
Noté que su voz tenía el mismo tono duro y metálico que la de la bruja a la que vi debajo del castaño, sólo que era mucho más fuerte y mucho, mucho más áspera. Raspaba. Chirriaba. Chillaba. Gruñía. Refunfuñaba.
Todo el mundo en la sala empezó a sacarse los guantes. Yo me fijé en las manos de las que estaban en la última fila. Quería ver cómo eran sus dedos y si mi abuela tenía razón. ¡Ah!... ¡Sí!... ¡Ahora veía varias manos! ¡Veía las garras oscuras curvándose sobre las yemas de los dedos! ¡Aquellas garras medirían unos cinco centímetros y eran afiladas en la punta!
—¡Podéis quitarros los sapatos! —ladró La Gran Bruja.
Oí un suspiro de alivio proveniente de todas las brujas de la sala, cuando se quitaron sus estrechos zapatos de tacón alto, y entonces eché una ojeada por debajo de las sillas y vi varios pares de pies con medias... completamente cuadrados y carentes de dedos. Eran repugnantes, como si les hubieran rebanado los dedos con un cuchillo de cocina.
—¡Podéis quitarros las pelucas! —gruñó La Gran Bruja.
Tenía una forma peculiar de hablar. Era una especie de acento extranjero, algo áspero y gutural, y al parecer, tenía dificultad para pronunciar algunas letras. Hacía una cosa rara con la r. La hacía rodar en la boca como si fuera un pedazo de corteza caliente y luego la escupía.
—¡Quitarros las pelucas parra que les dé el airre a vuestrros irrritados cuerros cabelludos! —gritó.
Y otro suspiro de alivio surgió de la sala, mientras todas las manos se levantaban hacia las cabezas para retirar todas las pelucas (con los sombreros todavía encima).
Ante mí había ahora fila tras fila de cráneos femeninos calvos, un mar de cabezas desnudas, todos enrojecidos e irritados debido al roce del forro de las pelucas. No puedo explicaros lo horrorosas que eran y, de algún modo, la visión era aún más grotesca por el hecho de que debajo de aquellas espantosas cabezas calvas, los cuerpos iban vestidos con ropa bonita y a la moda. Era monstruoso. Era antinatural. Oh, Dios mío, pensé. ¡Socorro! ¡Oh, Señor, ten compasión de mí! ¡Esas repugnantes mujeres calvas son asesinas de niños, todas y cada una de ellas, y aquí estoy yo apresado en la misma habitación y sin poder escapar!
En ese momento, me asaltó una nueva idea, doblemente horrible. Mi abuela había dicho que, con sus agujeros de la nariz especiales, ellas podían oler a un niño en una noche oscura desde el otro lado de la calle. Hasta ahora, mi abuela había acertado en todo. Por lo tanto, parecía seguro que una de las brujas de la última fila iba a empezar a olfatearme de un momento a otro, y entonces el grito «¡Caca de perro!» se extendería por toda la sala y yo estaría acorralado como una rata.
Me arrodillé en la alfombra, detrás del biombo, sin atreverme ni a respirar. Luego, de pronto, recordé otra cosa muy importante que me había dicho mi abuela: «Cuanto más sucio estés, más difícil es que una bruja te encuentre por el olor.» ¿Cuánto tiempo hacía que no me bañaba? Hacía siglos. Tenía mi propia habitación en el hotel, y mi abuela nunca se preocupaba de esas tonterías. Ahora que lo pensaba, creo que no me había bañado desde que llegamos. ¿Cuándo fue la última vez en que me había lavado la cara y las manos? Desde luego, esta mañana no. Ni ayer tampoco. Me miré las manos. Estaban cubiertas de churretes, de barro y Dios sabe de qué otras cosas. Quizá tenía alguna posibilidad después de todo. Las oleadas fétidas no podrían atravesar toda esa porquería.
—¡Brugas de Inclaterrra! —gritó La Gran Bruja.
Observé que ella no se había quitado la peluca, ni los guantes, ni los zapatos.
—¡Brugas de Inclaterrra! —chilló.
El público se removió inquieto y se sentaron más erguidas en sus sillas.
—¡Miserrrables brugas! —chilló—. ¡Inútiles y vagas brugas! ¡Flogas y perrresosas brugas! ¡Sois una pandilla de gusanos barraganes que no valen parrra nada!
Un estremecimiento recorrió al público. Era evidente que La Gran Bruja estaba de mal humor y ellas lo comprendieron. Yo presentí que iba a ocurrir algo espantoso.
—Estoy desayunando esta mañana —gritó La Gran Bruja— y estoy mirrrando por la ventana a la playa, ¿y qué veo? Os prregunto ¿qué veo? ¡Veo una vista rrrepulsiva! ¡Veo cientos, veo miles de rrrepugnantes niños gugando en la arrena! ¡Esto me da náuseas, me dega sin comerr! ¿Porr qué no los habéis eliminado? —aulló—. ¿Porr qué no habéis borrrado a todos estos asquerrrosos y malolientes niños?
Con cada palabra, le salían disparadas de la boca gotitas de saliva azul, cual perdigones.
—¡Os estoy prreguntando porrr que! —aulló.
Nadie le contestó.
—¡Los niños huelen! —chilló—. ¡Apestan! ¡No querrremos niños en la tierrra!
Todas las cabezas calvas asintieron vigorosamente.
—¡Un niño porrr semana no me sirrve! —gritó La Gran Bruja—. ¿Es eso todo lo que podéis hacerr?
—Haremos más —murmuró el público—. Haremos mucho más.
—¡Más tampoco sirrve! —vociferó La Gran gruja—. ¡Exigo rrresultados máximos! ¡Porr lo tanto, aquí están mis órrrdenes! ¡Mis órrrdenes son que todos y cada uno de los niños de este país sean borrra-dos, espachurrados, estrrugados, y achicharrados antes de que yo vuelva aquí dentrro de un año! ¿Está bien clarrro?
El público lanzó una exclamación contenida. Vi que todas las brujas se miraban entre sí con expresión preocupada. Y oí que una bruja que estaba sentada al final de la primera fila decía en alto:
—¡Todos ellos! ¡No podemos barrerlos a todos ellos!
La Gran Bruja se volvió violentamente, como si alguien la hubiera clavado un pincho en el trasero.
—¿Quién digo eso? —chilló—. ¿Quién se atrreve a discutirr conmigo? Fuiste tú, ¿no?
Señaló con un dedo enguantado, tan afilado como una aguja, a la bruja que había hablado.
—¡No quise decir eso, Vuestra Grandeza! —gritó la bruja—. ¡No era mi intención discutir! ¡Sólo estaba hablando para mí misma!
—¡Te atrreviste a discutirr conmigo! —chilló La Gran Bruja.
—¡Sólo hablaba para mí misma! —gritó la desgraciada bruja—. ¡Lo juro, Alteza!
Se puso a temblar de miedo. La Gran Bruja dio un paso adelante y cuando habló de nuevo, lo hizo con una voz que me heló la sangre.
—Una bruga que así me contesta debe arrderr de los pies a la testa—. Chilló.
—¡No, no! — suplicó la bruja de la primera fila. La Gran Bruja continuó:
—Una bruga con tan poco seso debe arrderr hasta el último hueso.
—¡Perdonadme! —gritó la desgraciada bruja de la primera fila. La Gran Bruja no le hizo el menor caso. Habló de nuevo:
—Una bruga tan boba, tan boba, arrderrá como un palo de escoba.
—¡Perdonadme, oh Alteza! —gritó la desdichada culpable—. ¡No quise hacerlo!
Pero La Gran Bruja continuó su terrible recitación:
—Una bruga que dice que yerrro morrirrá, morrirrá como un perrro.
Un momento después, de los ojos de La Gran Bruja salió disparado un chorro de chispas, que parecían limaduras de metal candente, y volaron directamente hacia la bruja que se había atrevido a responder. Yo vi cómo las chispas la golpeaban y penetraban en su carne y la oí lanzar un horrible alarido. Una nube de humo la envolvió y un olor a carne quemada llenó la sala.
Nadie se movió. Igual que yo, todas miraban la humareda, y cuando ésta se disipó, la silla estaba vacía. Vislumbré algo blanquecino, como una nubecilla, elevándose en el aire y desapareciendo por la ventana. El público dio un gran suspiro.
La Gran Bruja recorrió la sala con una mirada fulminante.
—Esperrro que nadie más me enfurresca hoy —comentó.
Hubo un silencio mortal.
—Achicharrada como un churrasco. Cocida como una sanahorria —dijo La Gran Bruja—. Nunca volverrréis a verrla. Ahorra podemos dedicarrnos a los asuntos imporrtantes.
Noté que su voz tenía el mismo tono duro y metálico que la de la bruja a la que vi debajo del castaño, sólo que era mucho más fuerte y mucho, mucho más áspera. Raspaba. Chirriaba. Chillaba. Gruñía. Refunfuñaba.
Todo el mundo en la sala empezó a sacarse los guantes. Yo me fijé en las manos de las que estaban en la última fila. Quería ver cómo eran sus dedos y si mi abuela tenía razón. ¡Ah!... ¡Sí!... ¡Ahora veía varias manos! ¡Veía las garras oscuras curvándose sobre las yemas de los dedos! ¡Aquellas garras medirían unos cinco centímetros y eran afiladas en la punta!
—¡Podéis quitarros los sapatos! —ladró La Gran Bruja.
Oí un suspiro de alivio proveniente de todas las brujas de la sala, cuando se quitaron sus estrechos zapatos de tacón alto, y entonces eché una ojeada por debajo de las sillas y vi varios pares de pies con medias... completamente cuadrados y carentes de dedos. Eran repugnantes, como si les hubieran rebanado los dedos con un cuchillo de cocina.
—¡Podéis quitarros las pelucas! —gruñó La Gran Bruja.
Tenía una forma peculiar de hablar. Era una especie de acento extranjero, algo áspero y gutural, y al parecer, tenía dificultad para pronunciar algunas letras. Hacía una cosa rara con la r. La hacía rodar en la boca como si fuera un pedazo de corteza caliente y luego la escupía.
—¡Quitarros las pelucas parra que les dé el airre a vuestrros irrritados cuerros cabelludos! —gritó.
Y otro suspiro de alivio surgió de la sala, mientras todas las manos se levantaban hacia las cabezas para retirar todas las pelucas (con los sombreros todavía encima).
Ante mí había ahora fila tras fila de cráneos femeninos calvos, un mar de cabezas desnudas, todos enrojecidos e irritados debido al roce del forro de las pelucas. No puedo explicaros lo horrorosas que eran y, de algún modo, la visión era aún más grotesca por el hecho de que debajo de aquellas espantosas cabezas calvas, los cuerpos iban vestidos con ropa bonita y a la moda. Era monstruoso. Era antinatural. Oh, Dios mío, pensé. ¡Socorro! ¡Oh, Señor, ten compasión de mí! ¡Esas repugnantes mujeres calvas son asesinas de niños, todas y cada una de ellas, y aquí estoy yo apresado en la misma habitación y sin poder escapar!
En ese momento, me asaltó una nueva idea, doblemente horrible. Mi abuela había dicho que, con sus agujeros de la nariz especiales, ellas podían oler a un niño en una noche oscura desde el otro lado de la calle. Hasta ahora, mi abuela había acertado en todo. Por lo tanto, parecía seguro que una de las brujas de la última fila iba a empezar a olfatearme de un momento a otro, y entonces el grito «¡Caca de perro!» se extendería por toda la sala y yo estaría acorralado como una rata.
© Benjamin Lacombe |
—¡Brugas de Inclaterrra! —gritó La Gran Bruja.
Observé que ella no se había quitado la peluca, ni los guantes, ni los zapatos.
—¡Brugas de Inclaterrra! —chilló.
El público se removió inquieto y se sentaron más erguidas en sus sillas.
—¡Miserrrables brugas! —chilló—. ¡Inútiles y vagas brugas! ¡Flogas y perrresosas brugas! ¡Sois una pandilla de gusanos barraganes que no valen parrra nada!
Un estremecimiento recorrió al público. Era evidente que La Gran Bruja estaba de mal humor y ellas lo comprendieron. Yo presentí que iba a ocurrir algo espantoso.
—Estoy desayunando esta mañana —gritó La Gran Bruja— y estoy mirrrando por la ventana a la playa, ¿y qué veo? Os prregunto ¿qué veo? ¡Veo una vista rrrepulsiva! ¡Veo cientos, veo miles de rrrepugnantes niños gugando en la arrena! ¡Esto me da náuseas, me dega sin comerr! ¿Porr qué no los habéis eliminado? —aulló—. ¿Porr qué no habéis borrrado a todos estos asquerrrosos y malolientes niños?
Con cada palabra, le salían disparadas de la boca gotitas de saliva azul, cual perdigones.
—¡Os estoy prreguntando porrr que! —aulló.
Nadie le contestó.
—¡Los niños huelen! —chilló—. ¡Apestan! ¡No querrremos niños en la tierrra!
Todas las cabezas calvas asintieron vigorosamente.
—¡Un niño porrr semana no me sirrve! —gritó La Gran Bruja—. ¿Es eso todo lo que podéis hacerr?
—Haremos más —murmuró el público—. Haremos mucho más.
—¡Más tampoco sirrve! —vociferó La Gran gruja—. ¡Exigo rrresultados máximos! ¡Porr lo tanto, aquí están mis órrrdenes! ¡Mis órrrdenes son que todos y cada uno de los niños de este país sean borrra-dos, espachurrados, estrrugados, y achicharrados antes de que yo vuelva aquí dentrro de un año! ¿Está bien clarrro?
El público lanzó una exclamación contenida. Vi que todas las brujas se miraban entre sí con expresión preocupada. Y oí que una bruja que estaba sentada al final de la primera fila decía en alto:
—¡Todos ellos! ¡No podemos barrerlos a todos ellos!
La Gran Bruja se volvió violentamente, como si alguien la hubiera clavado un pincho en el trasero.
—¿Quién digo eso? —chilló—. ¿Quién se atrreve a discutirr conmigo? Fuiste tú, ¿no?
Señaló con un dedo enguantado, tan afilado como una aguja, a la bruja que había hablado.
—¡No quise decir eso, Vuestra Grandeza! —gritó la bruja—. ¡No era mi intención discutir! ¡Sólo estaba hablando para mí misma!
—¡Te atrreviste a discutirr conmigo! —chilló La Gran Bruja.
—¡Sólo hablaba para mí misma! —gritó la desgraciada bruja—. ¡Lo juro, Alteza!
Se puso a temblar de miedo. La Gran Bruja dio un paso adelante y cuando habló de nuevo, lo hizo con una voz que me heló la sangre.
—Una bruga que así me contesta debe arrderr de los pies a la testa—. Chilló.
—¡No, no! — suplicó la bruja de la primera fila. La Gran Bruja continuó:
—Una bruga con tan poco seso debe arrderr hasta el último hueso.
—¡Perdonadme! —gritó la desgraciada bruja de la primera fila. La Gran Bruja no le hizo el menor caso. Habló de nuevo:
—Una bruga tan boba, tan boba, arrderrá como un palo de escoba.
—¡Perdonadme, oh Alteza! —gritó la desdichada culpable—. ¡No quise hacerlo!
Pero La Gran Bruja continuó su terrible recitación:
—Una bruga que dice que yerrro morrirrá, morrirrá como un perrro.
Un momento después, de los ojos de La Gran Bruja salió disparado un chorro de chispas, que parecían limaduras de metal candente, y volaron directamente hacia la bruja que se había atrevido a responder. Yo vi cómo las chispas la golpeaban y penetraban en su carne y la oí lanzar un horrible alarido. Una nube de humo la envolvió y un olor a carne quemada llenó la sala.
Nadie se movió. Igual que yo, todas miraban la humareda, y cuando ésta se disipó, la silla estaba vacía. Vislumbré algo blanquecino, como una nubecilla, elevándose en el aire y desapareciendo por la ventana. El público dio un gran suspiro.
La Gran Bruja recorrió la sala con una mirada fulminante.
—Esperrro que nadie más me enfurresca hoy —comentó.
Hubo un silencio mortal.
—Achicharrada como un churrasco. Cocida como una sanahorria —dijo La Gran Bruja—. Nunca volverrréis a verrla. Ahorra podemos dedicarrnos a los asuntos imporrtantes.
8. FÓRMULA 86: RATONIZADOR DE ACCIÓN RETARDADA
—¡Los niños son rrrepulsivos! —gritó La Gran Bruja—. ¡Nos desharremos de ellos! ¡Los borrrarremos de la fas de la tierrra! ¡Los echarremos por los desagües!
—¡Sí, sí! —entonó el público—. ¡Deshacernos de ellos! ¡Borrarlos de la faz de la tierra! ¡Echarlos por el desagüe!
—¡Los niños son asquerrosos y rrrepugnantes! —vociferó La Gran Bruja.
—¡Sí, sí! —corearon las brujas inglesas—. ¡Son asquerosos y repugnantes!
—¡Los niños son sucios y apestosos! —chilló La Gran Bruja.
—¡Sucios y apestosos! —gritaron ellas, cada vez más excitadas.
—¡Los niños huelen a caca de perrrol —chirrió La Gran Bruja.
—¡Buuuuu! —gritó el público—. ¡Buuuuu! ¡Buuuuu! ¡Buuuuu!
—¡Peor que la caca de perrro! —chirrió La Gran Bruja—. ¡La caca de perrro huele a violetas y a rrrosas comparrada con los niños!
—¡Violetas y rosas! —canturreó el público. Aplaudían y vitoreaban casi cada palabra pronunciada desde la tarima. La oradora las tenía completamente fascinadas.
—¡Hablarr de los niños me da ganas de vomitarr! —chilló La Gran Bruja—. ¡Sólo pensarr en ellos me da ganas de vomitarr! ¡Trraedme una palangana!
La Gran Bruja hizo una pausa y lanzó una mirada feroz a la masa de caras ansiosas. Ellas esperaban más.
—Así que ahorra... —ladró La Gran Bruja—. ¡Ahorra tengo un plan! ¡Tengo un plan guigantesco para librrarrnos de todos los niños de Inclaterra!
Las brujas emitieron sonidos entrecortados y boquearon. Se miraron entre sí y se dedicaron vampíricas sonrisas de emoción.
—¡Sí! —vociferó La Gran Bruja—. Les vamos a darr de garrotasos y de latigasos y vamos a hacerr desaparrrecerr a todos esos malolientes enanos de Inclaterrra, ¡de un golpe!
—¡Yuupii! —gritaron las brujas, aplaudiendo—. ¡Sois genial, oh, Grandeza! ¡Sois fantabulosa!
—¡Callarros y escuchad! —gritó La Gran Bruja—. ¡Escuchad con mucha atención y que no haya malentendidos!
El público se inclinó hacia adelante, ansiosas por saber cómo se iba a realizar este prodigio.
© Ana Juan |
—¡Sí! —gritaron—. ¡Lo haremos! ¡Renunciaremos a nuestros trabajos!
—Y después de que hayáis degado vuestrros puestos —continuó La Gran Bruja—, cada una de vosotrras saldrrá a comprrarr...
Hizo una pausa.
—¿A comprar qué? —gritaron—. Decidnos, oh genio, ¿qué debemos comprar?
—¡Confiterrías! —gritó La Gran Bruja.
—¡Confiterías! ¡Vamos a comprar confiterías! ¡Qué truco tan brillante!
—Cada una de vosotrras se comprrarrá una confiterría. Comprrarréis las megorres y más rrrespetables confiterrías de Inclaterra.
—¡Sí! ¡Sí! —le contestaron.
Sus horrorosas voces eran como un coro de tornos de dentistas taladrando todos juntos.
—No quierro confiterrías de trres al cuarrto, de esas pequeñitas y abarrrotadas, que venden tabaco y perriódicos —gritó La Gran Bruja—. Quierro que comprréis sólo las megorres tiendas, llenas hasta amiba con pilas y pilas de deliciosos carramelos y exquisitos bombones.
—¡Las mejores! —gritaron—. ¡Compraremos las mejores confiterías de cada ciudad!
—No tendrréis dificultad en conseguirr lo que querréis —gritó la Gran Bruja— porrque ofrrecerréis cuatrro veces más de lo que valen y nadie rrrechasa esa oferrta. El dinerro no es prroblema parra nosotrras las brugas, como ya sabéis. Me he trraído seis baúles llenos de billetes nuevecitos y crrugientes. Y todos —añadió con una risita siniestra—, todos hechos en casa.
Las brujas del público sonrieron, apreciando la broma. En ese momento, una estúpida bruja se puso tan excitada ante las posibilidades que ofrecía el ser propietaria de una confitería que se levantó de un salto y gritó:
—¡Los niños vendrán a mi tienda como borregos y yo les daré caramelos y bombones envenenados y morirán como cucarachas!
La sala se quedó silenciosa de pronto. Yo VI que el diminuto cuerpo de La Gran Bruja se ponía rígido de rabia.
—¿Quién ha dicho eso? —aulló—. ¡Has sido tú! ¡La de allí!
La culpable volvió a sentarse rápidamente y se tapó la cara con sus manos como garras.
—¡Tú, rrrematada imbécil! —chirrió La Gran Bruja—. ¡Tú, espantago sin seso! ¿No te das cuenta de que si vas porr ahí envenenando niños, te coguerrán a los cinco minutos? ¡Nunca en mi vida he oído semegante chorrrada sugerrida porr una bruga!
—¿A comprar qué? —gritaron—. Decidnos, oh genio, ¿qué debemos comprar?
—¡Confiterrías! —gritó La Gran Bruja.
—¡Confiterías! ¡Vamos a comprar confiterías! ¡Qué truco tan brillante!
—Cada una de vosotrras se comprrarrá una confiterría. Comprrarréis las megorres y más rrrespetables confiterrías de Inclaterra.
—¡Sí! ¡Sí! —le contestaron.
Sus horrorosas voces eran como un coro de tornos de dentistas taladrando todos juntos.
—No quierro confiterrías de trres al cuarrto, de esas pequeñitas y abarrrotadas, que venden tabaco y perriódicos —gritó La Gran Bruja—. Quierro que comprréis sólo las megorres tiendas, llenas hasta amiba con pilas y pilas de deliciosos carramelos y exquisitos bombones.
—¡Las mejores! —gritaron—. ¡Compraremos las mejores confiterías de cada ciudad!
—No tendrréis dificultad en conseguirr lo que querréis —gritó la Gran Bruja— porrque ofrrecerréis cuatrro veces más de lo que valen y nadie rrrechasa esa oferrta. El dinerro no es prroblema parra nosotrras las brugas, como ya sabéis. Me he trraído seis baúles llenos de billetes nuevecitos y crrugientes. Y todos —añadió con una risita siniestra—, todos hechos en casa.
Las brujas del público sonrieron, apreciando la broma. En ese momento, una estúpida bruja se puso tan excitada ante las posibilidades que ofrecía el ser propietaria de una confitería que se levantó de un salto y gritó:
—¡Los niños vendrán a mi tienda como borregos y yo les daré caramelos y bombones envenenados y morirán como cucarachas!
La sala se quedó silenciosa de pronto. Yo VI que el diminuto cuerpo de La Gran Bruja se ponía rígido de rabia.
—¿Quién ha dicho eso? —aulló—. ¡Has sido tú! ¡La de allí!
La culpable volvió a sentarse rápidamente y se tapó la cara con sus manos como garras.
—¡Tú, rrrematada imbécil! —chirrió La Gran Bruja—. ¡Tú, espantago sin seso! ¿No te das cuenta de que si vas porr ahí envenenando niños, te coguerrán a los cinco minutos? ¡Nunca en mi vida he oído semegante chorrrada sugerrida porr una bruga!
Todas las demás brujas se echaron a temblar. Estoy seguro de que pensaron, como yo, que las terribles chispas candentes iban a empezar a volar otra vez. Curiosamente, no fue así.
—Si semegante tonterría es lo único que se os ocurrre —tronó La Gran Bruja—, no me extraña que Inclaterra siga estando infestada de asquerrosos chiquillos.
Hubo otro silencio. La Gran Bruja miró con ferocidad a su público.
—¿No sabéis —les gritó— que las brugas sólo trrabagamos con maguía?
—Lo sabemos, Vuestra Grandeza —contestaron todas—. ¡Por supuesto que lo sabemos!
La Gran Bruja se frotó las huesudas manos enguantadas y gritó:
—¡Así que cada una de vosotrras serrá prropietarria de una magnífica confiterría! ¡El siguiente paso es que cada una anunciarrá en el escaparrate de su tienda que en cierrta fecha serrá la Grran Inaugurración y habrrá carramelos y bombones grratis parra todos los niños!
—¡Acudirán como moscas, esos brutos glotones! —gritaron las brujas—. ¡Se pegarán por entrar!
—Luego —continuó La Gran Bruja—, os prreparrarréis parra la Grran Inaugurración poniendo en todos los carramelos, bombones y pasteles de vuestrras tiendas ¡mi última y más grrandiosa fórrmula máguica! ¡Se llama FORRMULA86, RRATONISADORR DE ACCION RRETARRDADA!
—¡Ratonizador de Acción Retardada! —corearon todas—. ¡Ha vuelto a conseguirlo! ¡Su Grandeza ha confeccionado otro de sus maravillosos niñicidas! ¿Cómo se prepara, oh Genial Maestra?
—Eguerrcitad la paciencia —respondió La Gran Bruja—. Primero, voy a explicarros cómo funciona mi Fórrmula 86. Rratonisadorr de Acción Rretarrdada. ¡Escuchad con atención!
—¡Os escuchamos! —vocearon las otras, que ahora estaban saltando en sus sillas, de pura excitación.
—El Rratonisadorr de Acción Rretarrdada es un líquido verrde —explicó La Gran Bruja— y con una sola gotita en cada carramelo o bombón serrá suficiente. Esto es lo que sucede: el niño come un bombón que contiene Rratonisadorr de Acción Rretarrdada... el niño se va a su casa encontrrándose bien... el niño se acuesta, encontrrándose bien aún... el niño se levanta porr la mañana, y sigue estando bien... el niño se marrcha al coleguio, y todavía está normal... la fórrmula, ¿comprrendéis?, es de acción rretarrdada, y todavía no le hace efecto.
—¡Comprendemos, oh Talentuda! —gritaron las otras—. Pero, ¿cuándo empieza a hacer efecto?
—¡Empiesa a hacerr efecto a las nueve en punto, cuando el niño está llegando al coleguio! —gritó La Gran Bruja, triunfante—. El niño llega al coleguio. El Rratonisadorr de Acción Rretarrdada empieza a hacerr efecto rrápidamente. El niño comiensa a encoguerrse. Comiensa a salirrle pelo porr el cuerrpo. Comiensa a crrecerrle un rrabo. Todo esto sucede en veintiséis segundos exactamente. Después de veintiséis segundos, el niño ya no es un niño. ¡Es un rratón!
—¡Un ratón! —gritaron las brujas—. ¡Qué idea tan fantabulosa!
—¡Las clases serrán un herrviderro de rratones! ¡Rreinarrá el caos en todos los coleguios de Inclaterra! ¡Los prrofesorres se pondrrán a darr brrincos! ¡Las prrofesorras se subirrán a los pupitrres levantándose las faldas y chillando «Socorrro, socorrro, socorrro»!
—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! —vociferaron las otras.
—¿Y qué sucederrá a continuación en todos los coleguios? —gritó La Gran Bruja.
—¡Decídnoslo! —clamaron—. ¡Decídnoslo, oh Talentuda!
©Unknown |
Alzó aún más la voz y gritó:
—¡Aparrecen las rrratonerras!
—¡Ratoneras! —exclamaron las brujas.
—¡Y el queso! —gritó La Gran Bruja—. ¡Todos los prrofesorres corrren de acá parra allá comprrando ratoneras, poniéndoles el queso y colocándolas porr todas parrtes! ¡Los rratones mordisquean el queso! ¡Los muelles saltan! ¡Porr todo el colegio, las ratoneras hacen clac y las cabesas de los ratones ruedan porr el suelo como canicas! ¡En todo Inclaterrra, se oirrá el chasquido de las rrratonerras!
Al llegar a este punto, la horrenda Gran Bruja empezó a bailar una especie de danza brujeril de un lado a otro de la tarima, golpeando el suelo con los pies y dando palmas. Todo el público acompaño las palmas y el pateo.
Armaban un estruendo tan grande que yo pensé que, seguramente, el señor Stringer lo oiría y vendría a llamar a la puerta. Pero no fue así. Entonces, por encima del ruido, oí a La Gran Bruja cantando a voz en cuello una perversa canción:
¡A los niños hay que destrruirr, herrvirr sus huesos y su piel frreírrl
¡Desmenuzadlos y trriturradiós, estrrugadlos y machacadlos!
Con polvos maguicos dadles bombones, decidles «come» a los muy glotones.
Llenadles bien de dulces prringosos y de pasteles empalagosos.
Al día siguiente, tontos, tontuelas, irrán los niños a sus escuelas.
Se pone rroga cual amapola una niñita: «¡Me sale cola!».
Un niño pone carra de lelo Y grrita: «¡Auxilio, me sale pelo!».
Y otrro berrea al poco rrato: «¡Tengo bigotes como de gato!».
Un niño alto dice guimiendo: «¡Cielos, ¿qué pasa?, estoy encoguiendo!».
Todos los niños y las niñitas en vez de brrasos tienen patitas,
y de rrepente, en un instante, sólo hay rratones, ningún infante.
En los coleguios sólo hay rratones corrreteando por los rrincones.
Enloquecidos, los prrofesorres grritan: «¿Por qué hay tantos rroedorres?».
A los pupitrres suben ansiosos y chillan: «¡Fuerra, bichos odiosos!».
«¡Que alguien traiga una rratonerra!». «¡Trraed el queso de la queserra!».
Las rratonerras tienen un muelle fuerrte que salta y que suena a muerrte,
y su sonido es tan musical... ¡Es una música celestial!
Rratones muerrtos porr todas parrtes grracias a nuestrras perrverrsas arrtes.
Los prrofes buscan con grran carriño, perro no encuentrran un solo niño.
Grritan a corrro: «¿Adonde han ido todos los niños, qué ha sucedido?».
«Es en verdad un extraño caso, ¿dónde se ha visto tanto rretrraso?».
Los prrofes ya no saben qué hacerr, algunos se sientan a leerr,
y otros echan a la basurra a los rratones con grran prremurra
¡MIENTRRAS LAS BRUGAS GRRITAMOS HURRRA!
¡Desmenuzadlos y trriturradiós, estrrugadlos y machacadlos!
Con polvos maguicos dadles bombones, decidles «come» a los muy glotones.
Llenadles bien de dulces prringosos y de pasteles empalagosos.
Al día siguiente, tontos, tontuelas, irrán los niños a sus escuelas.
Se pone rroga cual amapola una niñita: «¡Me sale cola!».
Un niño pone carra de lelo Y grrita: «¡Auxilio, me sale pelo!».
Y otrro berrea al poco rrato: «¡Tengo bigotes como de gato!».
Un niño alto dice guimiendo: «¡Cielos, ¿qué pasa?, estoy encoguiendo!».
Todos los niños y las niñitas en vez de brrasos tienen patitas,
y de rrepente, en un instante, sólo hay rratones, ningún infante.
En los coleguios sólo hay rratones corrreteando por los rrincones.
Enloquecidos, los prrofesorres grritan: «¿Por qué hay tantos rroedorres?».
A los pupitrres suben ansiosos y chillan: «¡Fuerra, bichos odiosos!».
«¡Que alguien traiga una rratonerra!». «¡Trraed el queso de la queserra!».
Las rratonerras tienen un muelle fuerrte que salta y que suena a muerrte,
y su sonido es tan musical... ¡Es una música celestial!
Rratones muerrtos porr todas parrtes grracias a nuestrras perrverrsas arrtes.
Los prrofes buscan con grran carriño, perro no encuentrran un solo niño.
Grritan a corrro: «¿Adonde han ido todos los niños, qué ha sucedido?».
«Es en verdad un extraño caso, ¿dónde se ha visto tanto rretrraso?».
Los prrofes ya no saben qué hacerr, algunos se sientan a leerr,
y otros echan a la basurra a los rratones con grran prremurra
¡MIENTRRAS LAS BRUGAS GRRITAMOS HURRRA!
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