18. EL TRIUNFO
El señor Jenkins apenas había avanzado unos pasos en dirección a la mesa de La Gran Bruja, cuando un penetrante alarido se alzó por encima de todos los demás ruidos del comedor y, al mismo tiempo, ¡vi que La Gran Bruja saltaba por los aires! Ahora estaba de pie sobre su silla, chillando... Ahora, encima de la mesa, agitando los brazos...
—¿Qué está pasando, abuela?
—¡Espera! —dijo la abuela—. Calla y observa.
De pronto, todas las demás brujas, más de ochenta, empezaron a gritar y a saltar de sus asientos como si les hubieran clavado un pincho en el trasero. Unas se subieron a las sillas, otras a las mesas, y todas se retorcían y movían los brazos de un modo rarísimo. Luego, de repente, se quedaron calladas. Después se pusieron rígidas. Todas y cada una de las brujas se quedaron tan tiesas y silenciosas como un cadáver. Todo el comedor permaneció mortalmente quieto.
—¡Se están encogiendo, abuela! —dije—. ¡Se están encogiendo como me pasó a mí!
—Lo sé —dijo mi abuela.
—¡Es el Ratonizador! —grité—. ¡Mira! ¡A algunas les está saliendo pelo en la cara! ¿Por qué les hace efecto tan rápido, abuela?
—Te lo diré —dijo mi abuela—. Porque todas ellas han tomado grandes sobredosis, lo mismo que tú. ¡Eso ha destrozado el mecanismo del despertador!
Todo el mundo se había levantado para ver mejor la escena. Algunas personas se acercaban. Estaba empezando a formarse un gentío en torno a las dos mesas largas. Mi abuela nos levantó a Bruno y a mí para que no nos perdiéramos nada del espectáculo. Estaba tan excitada que se subió a su silla, para poder ver por encima de las cabezas de la gente. En unos segundos más, todas las brujas habían desaparecido por completo y las dos mesas largas eran un hervidero de ratoncitos pardos.
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Por todo el comedor las mujeres chillaban y hombres serios y fuertes se ponían blancos y gritaban «¡Esto es una locura! ¡Esto no puede suceder! ¡Vámonos de aquí en seguida!». Los camareros atacaban a los ratones con las sillas, las botellas de vino o lo que encontraran a mano. Vi a un cocinero con un gorro alto blanco salir corriendo de la cocina blandiendo una sartén, y a otro detrás de él, agitando un cuchillo de trinchar por encima de su cabeza. Todo el mundo gritaba «¡Ratones! ¡Ratones! ¡Ratones! ¡Tenemos que librarnos de los ratones!».
Sólo los niños que había allí se lo estaban pasando realmente bien. Todos ellos parecían comprender instintivamente que lo que estaba ocurriendo allí, delante de ellos, era algo bueno, y aplaudían y daban vivas y se reían como locos.
—Es hora de irnos —dijo mi abuela—. Nuestra tarea ha terminado.
Se bajó de la silla, cogió su bolso y se lo colgó del brazo. Me llevaba a mí en la mano derecha y a Bruno en la izquierda.
—Bruno —dijo—, ha llegado el momento de devolverte al famoso seno de tu familia.
—A mi mamá no le entusiasman los ratones —dijo Bruno.
—Ya lo he notado —dijo mi abuela—. Pero seguro que se acostumbrará a ti, ¿verdad?
No fue difícil encontrar al señor y la señora Jenkins. La aguda voz de la señora se oía por todo el comedor.
—¡Herbert! —chillaba—. ¡Herbert! ¡Sácame de aquí! ¡Hay ratones por todas partes! ¡Se me van a subir por las piernas!
Había puesto los brazos alrededor del cuello de su marido y, desde donde yo estaba, parecía que estaba colgada de él. Mi abuela se aproximó a ellos y puso a Bruno en la mano del señor Jenkins por la fuerza.
—Aquí tiene a su niño —dijo—. Debe ponerle a régimen.
—Hola, papi —dijo Bruno—. Hola, mami.
La señora Jenkins berreó todavía más fuerte.