Os traigo la segunda parte del cuento infantil "El muñeco de Don Bepo" (primera parte aquí), de Carmen Vázquez-Vigo.
¡Feliz lectura!
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El muñeco dio un brinco para probar su nueva habilidad. Y, sin pararse siquiera a dar las gracias, se puso el sombrero en su sitio y se alejó, bailando de contento.
© Arcadio Lobato |
Tomó una carretera que se extendía ante él como una raya trazada con tiza blanca. Tan ocupado estaba pensando que tenía el mundo a su alcance, que no vio un camión que venía en dirección contraria. Por suerte saltó justo a tiempo de impedir que lo convirtiera en puré de muñeco.
- ¡Vaya! -se dijo- De ahora en adelante tendré que andar con más cuidado.
Ya era de día cuando llegó a una gran ciudad. La conocía, pues alguna vez había trabajado allí con Don Bepo.
- Me reconocerán, me ofrecerán un magnífico contrato. Y volveré a ser famoso -se hizo ilusiones Ruperto-.
Pero nadie se fijaba en él. Nadie levantaba la mirada del suelo para sonreír o saludar a los que pasaban. Todos seguían su camino deprisa y con expresión preocupada.
Las calles estaban llenas de coches, autobuses, motocicletas. Hacían un ruido infernal y soltaban humo negro y espeso. Ruperto lagrimeaba, tosía. No, este sitio tampoco le gustaba.
Echó a andar hacia las afueras de la ciudad. Una señora que barría el portal de su casa le preguntó:
- ¿Qué es lo que vende, joven?
- ¿Yo? Na... na... nada -contestó tartamudeando-.
- ¡Ah! Como parece uno de esos que salen en los anuncios de la tele...
Ruperto, azorado, apretó el paso hasta llegar a una granja que le pareció bastante pacífica. Las gallinas escarbaban buscando algún bocado sabroso para sus pollitos. Los gansos se contoneaban igual que si bailaran al son de una música que sólo ellos oían.
Pero la paz duró poco. Un par de perrazos guardianes se abalanzaron hacia el intruso. Ruperto consiguió librarse del ataque a duras penas, y escapó con la ropa hecha jirones y perdiendo su bombín.
Corrió tanto que, al rato, tuvo que tumbarse para descansar. Cerró los ojos. Una siesta no le vendría nada mal. Poco después sintió que unos deditos recorrían su cara, sus manos, sus pies.
- ¿Ves? No es un hombre.
- No. Es un muñeco.
- Ya te lo había dicho.
- ¡Podríamos hacer una hoguera estupenda con él!
Los dos niños que lo habían descubierto se fueron a buscar leña. Y se les pusieron los pelos de punta al ver que Ruperto se levantaba y salía disparado.
Después de atravesar una pradera, un bosque y un arroyo, el muñeco se dejó caer al suelo, con los ojos cerrados. No sabía dónde estaba. Le daba igual. Ya no podía dar un paso más.
Al cabo de un momento sintió un morro peludo haciéndole cosquillas en las orejas. Y oyó un ladrido alegre, como un saludo de bienvenida. Ruperto abrió un ojo, mientras reconocía un olor familiar. ¡Repollo, a eso olía! Abrió el otro ojo. ¡Estaba en la huerta de Don Bepo y tenía a Chusco a su lado!
Vio lo que no había querido ver antes: los gorriones que jugaban a perseguirse entre las matas de guisantes, la fresas que ofrecían su pulpa dulce y jugosa, las nubes que se disfrazaban de barco velero o de castillo con siete torres.
Bepo salió de la casa y fue hacia él.
- ¡Vaya, amigo! ¿Te has caído? -le dijo- ¡Cómo te has puesto la ropa! Quizá no has podido dormir en toda la noche, como yo. ¿Y sabes qué estuve pensando? Que no me he vuelto viejo, sino perezoso. ¡Volveremos a trabajar! ¡Esta misma tarde daremos una función para los chicos del pueblo! ¡Y llevarás mi traje!
Fue un día de los mejores. El público rió y palmoteó con más entusiasmo que ningún otro día, porque nunca habían visto a dos artistas tan buenos como Don Bepo y su muñeco.
Sentada en tercera fila, Ruperto vio a Verdurina. El hada guiñaba un ojo, al tiempo que pegaba un bocado a su zanahoria que lo podía todo.
Hasta hacer feliz a un muñeco de ventrílocuo.
- Me reconocerán, me ofrecerán un magnífico contrato. Y volveré a ser famoso -se hizo ilusiones Ruperto-.
© Arcadio Lobato |
Pero nadie se fijaba en él. Nadie levantaba la mirada del suelo para sonreír o saludar a los que pasaban. Todos seguían su camino deprisa y con expresión preocupada.
Las calles estaban llenas de coches, autobuses, motocicletas. Hacían un ruido infernal y soltaban humo negro y espeso. Ruperto lagrimeaba, tosía. No, este sitio tampoco le gustaba.
Echó a andar hacia las afueras de la ciudad. Una señora que barría el portal de su casa le preguntó:
- ¿Qué es lo que vende, joven?
- ¿Yo? Na... na... nada -contestó tartamudeando-.
- ¡Ah! Como parece uno de esos que salen en los anuncios de la tele...
Ruperto, azorado, apretó el paso hasta llegar a una granja que le pareció bastante pacífica. Las gallinas escarbaban buscando algún bocado sabroso para sus pollitos. Los gansos se contoneaban igual que si bailaran al son de una música que sólo ellos oían.
© Arcadio Lobato |
Pero la paz duró poco. Un par de perrazos guardianes se abalanzaron hacia el intruso. Ruperto consiguió librarse del ataque a duras penas, y escapó con la ropa hecha jirones y perdiendo su bombín.
Corrió tanto que, al rato, tuvo que tumbarse para descansar. Cerró los ojos. Una siesta no le vendría nada mal. Poco después sintió que unos deditos recorrían su cara, sus manos, sus pies.
- ¿Ves? No es un hombre.
- No. Es un muñeco.
- Ya te lo había dicho.
- ¡Podríamos hacer una hoguera estupenda con él!
© Arcadio Lobato |
Los dos niños que lo habían descubierto se fueron a buscar leña. Y se les pusieron los pelos de punta al ver que Ruperto se levantaba y salía disparado.
Después de atravesar una pradera, un bosque y un arroyo, el muñeco se dejó caer al suelo, con los ojos cerrados. No sabía dónde estaba. Le daba igual. Ya no podía dar un paso más.
Al cabo de un momento sintió un morro peludo haciéndole cosquillas en las orejas. Y oyó un ladrido alegre, como un saludo de bienvenida. Ruperto abrió un ojo, mientras reconocía un olor familiar. ¡Repollo, a eso olía! Abrió el otro ojo. ¡Estaba en la huerta de Don Bepo y tenía a Chusco a su lado!
© Arcadio Lobato |
Vio lo que no había querido ver antes: los gorriones que jugaban a perseguirse entre las matas de guisantes, la fresas que ofrecían su pulpa dulce y jugosa, las nubes que se disfrazaban de barco velero o de castillo con siete torres.
Bepo salió de la casa y fue hacia él.
- ¡Vaya, amigo! ¿Te has caído? -le dijo- ¡Cómo te has puesto la ropa! Quizá no has podido dormir en toda la noche, como yo. ¿Y sabes qué estuve pensando? Que no me he vuelto viejo, sino perezoso. ¡Volveremos a trabajar! ¡Esta misma tarde daremos una función para los chicos del pueblo! ¡Y llevarás mi traje!
Fue un día de los mejores. El público rió y palmoteó con más entusiasmo que ningún otro día, porque nunca habían visto a dos artistas tan buenos como Don Bepo y su muñeco.
© Arcadio Lobato |
Sentada en tercera fila, Ruperto vio a Verdurina. El hada guiñaba un ojo, al tiempo que pegaba un bocado a su zanahoria que lo podía todo.
Hasta hacer feliz a un muñeco de ventrílocuo.
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